jueves, 8 de noviembre de 2018

El cero y el infinito, de Arthur Koestler. Sobre la verdad y la muerte.


          El miedo y la verdad son dos realidades abstractas que en ambas obras (ver entradas 1ª y 2ª) se entrelazan, van unidas, y su forma de entrelazamiento son parte de los modos de expresión del régimen que son criticados por los autores. Cuando no es por convencimiento-manipulación, la verdad se impone a través del miedo. Los díscolos la asumen.
Sébastien Norblin-Antígona y Polinices (1825)


          El horror que expandía a su alrededor Número 1 en El cero y el infinito provenía de que “todos los que él había asesinado se veían obligados a reconocer, aun con una bala dentro de la nuca, que era posible, después de todo, que él tuviera razón. No había ninguna certidumbre de esto –sigue el narrador - ; sólo la invocación a ese oráculo burlón que llaman Historia...” (pág. 24) y claro, ese oráculo depende del intérprete que es, cómo no, el partido y sus fanáticos.
          Podemos encontrar grandes parecidos con la imposición de una razón que emana de Gran Hermano y que se extiende a través del Ministerio de la Verdad. La manipulación, a través de sus obras, creaba una imagen de la verdad que proporcionaba al Hermano Mayor la razón que necesitaba para la reafirmación. Nadie nunca dudaba de la que el Estado nunca se equivocaba. Cuando esto ocurría, había que modificar este pensamiento "erróneo" y reconvertirlo. Cuando se aplicaba la pena capital, nunca se hacía sin antes haber conseguido convencer a la víctima de que Hermano Mayor tenía razón y el equivocado era él mismo. Es decir, todos, muertos o vivos, sabían que la verdad, tanto moral como histórica, emanaba del líder.
          Esto aplicado a la historia nos muestra grandes paralelismos: Stalin (que no deja de ser Número 1) intentó lo mismo y con el mismo modus operandi: liquidando (expatriando o recluyendo) al que pensaba que podría no tener razón tras reconvertirlo. En definitiva: sólo hay una razón y nadie puede escapar a ella; ni los condenados a muerte por dudar.
          En el ámbito ya de la narrativa literaria, creemos ver aquí, más allá de la relación con los hechos históricos, una imitación por parte de Orwell de lo hecho por Koestler en su obra. Las depuraciones o purgas estaban ahí, cualquiera podría tomarlas de la realidad, pero por la cercanía de las publicaciones y por los parecidos funcionales (son necesidades del guion, diría alguno) creemos que Orwell tomó prestado el recurso para su propia obra.
          La verdad se impone porque es una, no hay alternativa, y esa verdad, única, no es revelada ni deducida, sino creada. Así, ante una modificación en el criterio del Partido:

—El último congreso del Partido —siguió Rubachof— ha declarado en sus conclusiones que el Partido no ha sido derrotado, sino que ha ejecutado una retirada estratégica, y no hay ninguna razón para modificar la política precedente. (pág. 55)

           Podemos comprobar en esta cita cómo el modus operandi es similar al de 1984, donde Winston Smith trabaja en cambiar la historia para amoldarla a los hechos actuales o más recientes. Allí era el congreso el que declara la verdad en un congreso (algo que nos podría llevar a tratar el concepto de relativismo y sufragismo), en esta es un Ministerio, a través de sus equipos de burócratas, los que la modifican según unas directrices dadas desde arriba. Es cierto que hay que salvar alguna distancia más para realizar la comparación, puesto que hablamos de obras de índole ficcional distinta y los cambios en la percepción de la historia en cada obra son distintos. En la de Koestler la declaración de la verdad busca justificar una acción o no acción de la URSS, y en 1984 de demostrar que el Estado no se equivoca nunca, con el objetivo de evitar la duda sobre su infalibilidad; pero, al final, todo se reduce a la verdad oficial, a crear una opinión favorable y acrítica hacia las decisiones del Poder.
          Por otra parte, esa verdad si no era asumida, debía, al menos, parecer que sí lo estaba. Por tanto, nunca sabías quién podría ser un futuro disidente o un camarada en la disidencia. En 1984, nunca debería notarse un gesto, en la modulación de la voz, proxémico, cinético o gesticulante, por pequeño que fuera, que mostrase descontento o desencanto. El mundo estaba siendo observado por cámaras y micrófonos de seguridad en cada rincón que podrían captar tu imagen y tu voz. Así que el modo en que evitabas que se fijaran en ti era mantenerte lo más impersonal, apático o amocional posible. Tanto de cara a las cámaras como de cara a los demás, pues cualquiera era un potencial chivato de la policía del pensamiento.
          Lo mismo ocurre en la novela de Koestler: no existía la posibilidad de la intimación. El nombre de pila o el código era suficiente para reconocerte. "No se conocían nunca más que por sus nombres de pila y jamás se preguntaban sus señas" (pág. 44). En 1984 se aplica de igual modo, con la salvedad de la diferencia entre argumentos. Winston Smith es un trabajador de un Ministerio y vive con los iguales. Rubachof está continuamente viajando para organizar y controlar las células revolucionaras del extranjero; pero jamás se produce una relación íntima entre dos personajes, y cuando esto ocurre, la sospecha y la culpa recae sobre ellos.
Antígona condenada a muerte
          La muerte, así, se aparece como una compañera de viaje (perdonad el tópico), idea que se refleja en ambas obras. En El cero y el infinito hay revolucionarios "puristas", que se llamaban a sí mismos "muertos en vacaciones" (pág. 44), eran grupos defenestrados por el Estado Soviético que querían seguir luchando por la revolución soviética original. Esa conciencia de estar muerto en tu propia obra, tiene cierto reflejo en la reflexión de Winston Smith: "nosotros somos los muertos", en varias ocasiones, con la que pretende explicitar su sentimiento de vacío, de ser consciente de estar viviendo una mentira. Es el precio de no aceptar la verdad, la Verdad.

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