Voy a comentaros, eso sí, por quitarme el gusanillo de Azorín, lo que leí y algo de lo que aprendí.
Cuando estás estudiando los apuntes de las oposiciones van apareciendo las obras de los autores y los apuntes, más mal que bien, te comenta brevemente dichas obras. Y aparecía La voluntad entre las de Azorín. Esta obra venía recogida como primera de una trilogía, la de Antonio Azorín. Me leí la novela y posteriormente (es costumbre que tengo) me leí la introducción. En ella se mencionaban dos cosas: por un lado, que junto con otras tres publicadas del mismo año, 1902, completaba la cuaterna de novelas más interesantes de la década por cuanto introducían un nuevo estilo en nuestras letras narrativas. Esas tres novelas eran Sonata de Otoño, de Valle-Inclán, Camino de perfección, de Baroja y Amor y Pedagogía, del susodicho autor vasco. Por otro lado, se decía que la trilogía de Azorín no era la que usualmente se había señalado, a saber, La voluntad, Antonio Azorín y Confesiones de un pequeño filósofo, publicadas sucesivamente en 1902, 1903 y 1904, sino que más bien, Diario de un enfermo, de 1901, sustituía a Confesiones..., y la argumentación era sólida, aunque incompleta. Visto esto, el siguiente libro que me leí fue Antonio Azorín, (quizás fue en su introducción donde leí esto último), a continuación Diario de un enfermo, por último leí Confesiones.... Podríamos atrevernos a considerar que las cuatro obras conforman una tetralogía, algo que no he leído en ninguna de las introducciones, aunque un argumento en contra sería el que Inman Fox nos plantea en una de las notas a pie de página: "Desde el punto de vista de estructura -de obra de arte- tiene muy poco que ver con La voluntad y Antonio Azorín. Si dejamos a un lado el elemento autobiográfico, parece ser más bien el libro que abre el ciclo de las colecciones de estampas: Los pueblos (1905), España (1909) y Castilla (1912)".
La lectura de La voluntad fue deliciosa. Desde el punto de vista más subjetivo, el estilo entrecortado, moroso en las descripciones, de adjetivación muy trabajada, me iba encandilando. Lo percibía como una prosa con filones modernistas muy claros, sin ser lo que yo tenía en mi mente como una obra narrativa modernista, esto es, las Sonatas de Valle-Inclán. Nada que ver con eso, pero a la vez, se podía sentir cierta hermandad en el trabajo verbal. En cuanto a la historia, nada que ver con el siempre venerable en su ancianidad marqués de Bradomín, pues aquí estamos ante un señor joven, sin nada que ofrecer, excepto lo que ven sus ojos y sus oídos atienden. Como comenté en la microcrítica que publiqué en instagram, es "impresionista y fragmentario", con "descripciones y reflexiones llenas de pesimismo", "un estilo muy interesante y una estructura de carácter artístico donde se pasa de lo más amplio y externo a lo más concentrado e íntimo del protagonista". No puedo negarlo: las obras en las que el pesimismo y la melancolía prevalecen me atraen tanto que quizás por eso disfruté la novela de un modo intenso. El hecho de que al protagonista no le ocurra nada (alguna muerte cercana no supone apenas cambio en el protagonista, más allá de más reflexiones pesimistas) es otro detalle que me gustó. Quizás porque es la novela de la persona real, es quizás la menos ficticia de las novelas que he leído. Un personaje a la que no le ocurre nada, como a nosotros prácticamente, pero que además está afectado por una abulia desmesurada que provoca que su vida sea inmóvil y evite, así, que le ocurran cosas. Los pocos viajes que realiza son solo pretextos para la reflexión. Como dice Inman Fox en la introducción: "Queda constatado que [Antonio Azorín] es el personaje principal que da motivación, tema y unidad a la novela, pero es un personaje a quien no le pasa nada, a quien le falta una vida exterior, una "historia". Y a continuación sigue: "La experimentación es atrevida, y Martínez Ruiz, en busca de la nueva forma, se plantea problemas difíciles de novelística". Estos problemas son precisamente, cómo solventar el asunto, el llevar a cabo una novela sin "historia" y lo que hizo que la novela me resultara tan atractiva.
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Esta entrada iba a tratar sobre los conceptos de los que tratan estas obras: vida, voluntad, inteligencia. Cómo hay una cosmovisión intelectualizada del ser humano y se aplica en la novela. Sin ser novelas de tesis, son novelas que presentan una vida, una voluntad, consumida por el estancamiento, estancamiento que produce la ardiente vida intelectual y reflexiva que lleva, pero de la que parece arrepentirse; en su juventud y casi madurez plena hubiese preferido ser más vivo y menos intelectual, no haber dejado morir su voluntad a expensas de su mente. Es tan evocador que es imposible no empatizar con sus reflexiones. Sobre esto iba a hablar en esta entrada, pero no tomé notas y ha pasado tanto tiempo que requeriría una relectura que ahora no puedo permitirme. Así que sigamos con las obras.
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Podemos encontrar en estas obras, un preaviso de la vanguardia de los años 20, con una atención al detalle, al objeto exterior. Sólo que aquí la descripción, en estilo, es modernista, mientras que en aquella era intelectual, depurada de los excesos morosos que en Azorín sí encontramos. Puedo decir, para terminar y como resumen, que con Azorín no sólo he disfrutado de leer, que no siempre ocurre, sino que además he aprendido nuevas perspectivas de la estética modernista y de la generación del 98. La lectura seguida de estas obras es muy recomendable.
Un aspecto importantísimo es la idea que de España se desprende de estas obras. La España reflejada aquí no era la España del romanticismo europeo, que veía a España una especie de Argelia medio civilizada, sino que en estos libros hay una España más oscura. La imagen más oscura de la España imaginada se ve aquí como algo tangible. Es esta España caciquil, llena de sueños estúpidos, como la de crear armas militares superpoderosas cuando en Castilla la gente casi moría de hambre. Una España que soñaba con tener la iglesia más grande y hermosa, pero no tenía dinero para mantenerse en pie. Es la España corrupta, mísera que la generación del 98 quiso denunciar y retratar en sus obras. Es la España que provoca el aislamiento social de estos intelectuales, aislamiento voluntario, marginación, que a alguno (Ganivet) le provoca el suicidio. Otros se refugian en la denuncia, en actitudes revolucionarias (socialismo y anarquismo), que les lleva a estudiar la verdadera naturaleza de España y los españoles. Es un movimiento intelectual que no se inventa ahora, sino que germina de un abono romántico anterior, pero también del naturalismo hispánico más truculento. Vemos también reflejos que se escapan de la generación del 98 y que afectan a autores como Pedro Barrantes, editado últimamente por Javier Gato en Cangrejo Pistolero, o el pintor Darío de Regoyos. La prédica anticonservadora, que no antitradicionalista, lleva estos autores a ensalzar su tierra, la tierra, pero a criticar sus habitantes, que no han sabido salir de la Edad Media decentemente.
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Tras leer estas obras me dispuse a leer las otras dos que me faltaban por leer de las cuatro publicadas en 1902. Quise empezar por la de Unamuno, un autor que he leído más que Baroja, y eso me llevó a la lectura de Amor y pedagogía, obra de la que quizás hable por aquí. Pero esa obra me llevó a las ejemplares y su prólogo, y esa a Vida de don Quijote y Sancho y a la redacción del artículo del que he hablado. A la vez empecé Largo Lamento de Salinas, tras leerlo empecé La poesía española entre pureza y revolución (1920-1936). Tanto el último de Unamuno como este, dedicado a un estudio de la estética vanguardista y postvanguardista están empezados. Sin embargo, Baroja sigue esperando su momento. He aquí la dificultad de elegir lectura cuando el interés es tan extenso como el horizonte de la vida y a la vez tan limitado, como el de la muerte.
Aprovecho para avisar que de todos los libros que leo hago microcrítica (a veces con más dedicación que otras) en instagram, así que podéis seguirme ahí; el usuario mío es: alaksandu_ruy.
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