jueves, 18 de mayo de 2023

Opiniones en torno a El nombre de la rosa.

 A los 16 años un amigo, Alejandro, comenzó a recomendarme esta novela. Poco tiempo después, otro, Muro, hacía lo mismo. Por lo que me decían, sentía curiosidad. Después llegó la recomendación de la película, pero no quería hasta que pudiera leerme el libro, no quería que me pasara como con El Señor de los Anillos. Pasaron los años, me descargué la película y me compré el libro. Y el libro esperó. Hasta ahora. A raíz de la lectura del libro del sacerdote Gabriel Calvo Zarraute, Mitos de la Iglesia Católica, junto con un tuit, donde alguien decía  (más o menos literalmente) "y a fin de cuentas, Jorge de Burgos tenía razón", con un telegrama de la película, junto con el intento de verla de mi esposa, ya no pude esperar más. La he leído. No prometo ver la película.


El acto de lectura no ha sido placentero. He leído a trompicones: 10 páginas un día, una semana sin leer, luego 15, luego 5, luego otro puñado de días sin leer... Al final, le he dado un buen apretón a la lectura para terminarla rápido (concretamente el sexto y séptimo día, junto con el folio final, en dos días). Esta lectura, casi siempre para coger el sueño, son tomar apuntes, dejando que ideas que sobrevenían murieran en la mente, han hecho que no haya podido realizar un texto como hubiera querido, analizando diferentes aspectos con cierta profundidad o, al menos, detenimiento. Pero al menos aquí dejo un par de reflexiones generales que considero interesantes apreciación global sobre las ideas del texto.


Una idea general se me queda en la mente al terminar el libro. O Umberto Eco intenta mostrarnos un momento de crisis del catolicismo, que a la larga dio como resultado al luteranismo, pero que el autor mira con distancia y sin compromiso, o es una obra sinceramente crítica con el catolicismo y aliada del luteranismo, justificándolo, no explicándolo. Personalmente me inclino a esta opinión, por un motivo claro. Frente a una trama posible en que los personajes estuvieran al mismo nivel, aunque cada uno con tendencias teológicas y morales diferentes, tenemos una trama cuyo narrador acaba diciendo que solo la fe le basta, o con una idea de Dios que no es Dios, sino el Absoluto, el Uno hegeliano, impersonal y antipersonal. Este narrador es un monje benedictino que fue aprendiz del protagonista, fraile franciscano soberbio, de tendencias que hoy diríamos comunistas y poco piadoso. Estos dos personales son, en definitiva, los presentados en términos positivo y podemos deducir, por tanto, que son los «buenos». Frente a ellos, el fraile Jorge de Burgos, cuya última aparición recuerda sospechosamente las escenas demoníacas de las novelas góticas, al estilo de El monje. En sus discursos, vemos a un Umberto Eco que insiste en colocar al católico «conservador», inamovible frente al tomismo (nuevo en el momento de la novela, primera mitad del siglo XIV) y frente al nominalismo. En el discurso de Jorge veo, quería decir, una visión del catolicismo que Eco no termina de comprender. Esta sería una conclusión debatible y para nada firme: Eco no ha comprendido realmente el catolicismo. Lo conoce, tiene muchos datos, ha leído todo si queremos, pero no lo comprende. Eso hace que sin negar las razones de los otros, en las exageraciones y la locura de Jorge, encontremos grandes verdades. Por hacer una analogía, es como cuando alguien de izquierdas quiere imitar un discurso derechista. Al final, usará el tópico, porque no comprende lo que quiere imitar.

Otra crítica que me ronda la cabeza desde que iba por la mitad de la novela es que hay capítulos que parecen ser más un esfuerzo de Eco por demostrar sus conocimientos sobre la Edad Media o para aprovechar algo que ha leído. Páginas inútiles en que el narrador (el ayudante del protagonista) gasta tinta y pergamino para hacer listas de cosas que ve. Parece una excusa. Hubiese preferido una bibliografía al final de la novela con recomendaciones, antes que ese despliegue de erudición pedantesca, donde, repito, se oye más a Eco que a Adso.

No puedo, sin embargo, evitar ensalzar lo inteligente de la trama. Evitando dar detalles sobre el final, puedo decir que la trama tiene una triple complicación: las relaciones humanas dentro de la abadía, que en sí ya conforman un rompecabezas. Las relaciones de la edificación y de esta con sus habitantes, y cómo se relaciona este laberinto con la trama, lo que supone otro rompecabezas. Por último, el objeto en torno al cual gira la trama, desconocido, invisible, que se va desvelando poco a poco, cuya relación con el lugar y con los habitantes del mismo supone otro rompecabezas. Todo esto, bien trabado, genera una urdimbre que requiere una lectura atenta (que yo no he podido darle), si queremos ir resolviendo el misterio nosotros también. En mi caso me he dejado llevar, sin intentarlo.

En definitiva, es una obra que no es tanto como me la habían presentado en mi adolescencia, pero tampoco es desdeñable. Para disfrutarla como un thriller es mejor en la adolescencia. Para disfrutarla como una obra historicista, de contenido filosófico y teológico, es mejor con una edad más madura, y con unos conocimientos previos sobre el asunto.


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