Me enfrento a este libro con algunos prejuicios: tengo entendido que
tiene algo de tremendismo, aunque cuando he visto esa referencia
(creo recordar que en los apuntes de las oposiciones) siempre se ha
dicho con algún esfuerzo que revelaba que quien eso decía lo hacía
más bien por inercia, no por convencimiento. A veces me pregunto si
los comentaristas leen críticamente los libros que han de comentar.
Otro prejuicio es el breve contacto que tuve con Delibes hace dos o
tres años al leer Cinco horas con Mario.
Asimismo, y ligado a esto, el conocimiento que tenía de Delibes a
través de ese libro se presentaba unido al que había adquirido
teóricamente, sobre su importancia como renovador de la prosa en los
años 60 junto con Luis Martín Santos y algunos otros. En
definitiva, para enfrentarme a una obra de 1947, eso no era nada
relevante.
Partamos,
para el comentario crítico, de cero. De la ignorancia sobre el
material al que me enfrento, armado únicamente con las armas no muy
bien forjadas de la teoría de la literatura que creo poseer.
Como
estos comentarios de la literatura de posguerra pretenden ser una
ayuda a mis alumnos, lo voy a hacer como les pido que lo hagan ellos.
Por tanto, en primer lugar, hay que atender a la forma. Delibes
en esta obra realiza una prosa que a veces parece querer ser
preciosista y a la vez parece que quiere ser castiza. No queda claro.
Hay párrafos que busca mostrarnos la belleza de un pensamiento o de
un paisaje a través de la misma prosa, pero luego hace una
comparación fallida y se estropea todo. Quizás, más que en el tema
o
en el argumento, sea este el motivo que le alejó
en el futuro a Delibes de su primera y exitosa obra. No es una obra
que sea difícil, ni una obra de prosa compleja como digo. Es cierto
que a lo largo de la obra hay algunas palabras que para un lector
medio creo que sería necesario el diccionario. Creo, incluso, que
llega a crear algunas palabras que suenan realmente mal. Pero no las
busqué y no pude comprobar tal hecho. Además, en la edición que
tengo me
atrevo a decir que hay 4 o 5 erratas producto de la edición, no del
autor. Dicho esto, la forma no tiene mucho más que criticar, al
menos, no entiendo que para un comentario superficial como el mío
haya algo que decir. Señalados quedan los aspectos que podría
estudiarse más a fondo si algún día me interesara hacerlo.
En
realidad sí hay algo que me llama la atención. Podríamos
hablar del cambio de escenarios que se nos muestra en la segunda
parte. Si en la primera es la ciudad de Ávila, desde dentro y desde
fuera la que se muestra,
en la segunda hay un vagar que puede buscar un
cambio de ritmo, animar al lector, dar la oportunidad al protagonista
de enfrentarse a la vida o
puede querer expresar algo más. O quizás no, puede que solo sea un
cambio de escenario exigido por la historia. Santander, Bilbao,
Providencia. El tren, el barco. Frente a la quietud de la ciudad y la
infancia, tenemos la movilidad de la adultez y la labor. Puede, sigo
reflexionando en el teclado, que sólo sirva para crear un contraste
estético sin más intención que la
de no aburrirnos a los
lectores con las mismas plazas y calles
de la infancia de Pedro.
Aunque pensándolo bien, no es algo que podamos afirmar. En todos
tenemos a Vetusta en la cabeza. Unas calles y unas plazas no tienen
por qué aburrir. Puede servirnos este
contraste para mostrar, sin
embargo, que no importa qué haya fuera de nosotros si lo que está
dentro está bien fijado. No importa el contexto, por
muy variable que pueda ser,
si nuestra alma está ya dibujada en sus contornos más precisos.
Puede que esta sea la lectura con la que me quede.
Si
nos vamos a la materia tratada, encontramos a un protagonista niño.
De él será la novela. Pero hay un personaje detrás cuya sombra no
deja de estar presente, igual que la del ciprés. La del señor Mateo
Lesmes. Digamos que al menos en la primera parte es el otro
protagonista, no tanto por su acción, como por su influencia en la
psicología del protagonista
verdadero. En la segunda parte, si alguien le influye
psicológicamente no es, como se podría pensar, Jane, la mujer con
la que se casa y con la que
su vida da un vuelco, sino
doña Sole, una anciana que
aparece solo para este menester. Sin
embargo, don Mateo no deja de estar presente, ya in
praesentia, ya in
phantasma. El
resto de personajes solo son pretextos para la reflexión de Pedro.
Esta
es la materia de la obra, el pesimismo de Pedro objetivado en sus
reflexiones. El pesimismo de Pedro le entra a Pedro teóricamente en
una conversación con don Mateo, su instructor, que se formaliza con
la muerte de su amigo Alfredo. Este hecho triste y todo lo que le
rodea es, para mi gusto, el de más calidad literaria. Personalmente,
las descripciones de estos momentos y las reflexiones en torno a
ellos me conmovieron verdaderamente. Una
vez que se instala en Pedro esta
percepción negra de la vida, inmóvil y abúlica,
por influencia de don Mateo y de la experiencia traumática de la
pérdida de Alfredo, no le abandona y la novela es un despliegue de
reflexiones y descripciones pesimistas. Una característica de estas
reflexiones son el gran simbolismo que llega a establecerse en la
obra. Las referencias simbolistas están ahí, no son referencias
aleatorias o débiles. Hay que reconocer que cuando nos encontrábamos
con ellas, las veíamos coherentes e incluso evocadoras. Reflejaban
bien el pesimismo y la tristeza de Pedro. No negamos que algunas
puedan habernos resultado fastidiosas, pero esas están ya en el
olvido.
Así
transcurre Pedro su vida, entre la tristeza y la melancolía, el
pesimismo vital que le hace ver toda la realidad de gris. Hay algunos
episodios que podían haber acercado la historia hacia el
tremendismo, como el encuentro con Martina en Bilbao. Pero el pudor
del autor tuvo que haberle
hecho retirarse
de lid tan impúdica.
Una pena. Sólo hay un hecho
que provoca el cambio vital
que le da ritmo a la novela en su segunda parte. Ritmo
o, al menos, perspectivas de variación: la
conversación con doña Sole. Pero
dicho cambio en Pedro, que
podía haber acabado bien, se
trunca por circunstancias vitales y tristes cuando
aún estaba en proceso de maduración.
Digamos que la novela no tiene más.
Hay
quien le echa la culpa a don Mateo de la vida de Pedro. Como si la
impresión causada en una conversación en la adolescencia le hubiese
repercutido tanto como para ver su vida avocada al fracaso de la
alegría. Quizás la muerte de Alfredo sea más importante. No
sabemos si Delibes quiso darnos esa enseñanza. En la ficción
sí parece que fue así, pero porque lo dice Pedro en alguna ocasión,
al menos lo insinúa. Pero no porque los críticos así lo
interpreten. Es absurdo sacar como conclusión lo que dice el
protagonista abiertamente.
No
creemos que esta obra tenga más lectura que la que se alcanza en un
primer momento. Si bien es cierto que la interpretación de por qué
Delibes, en cuanto a la forma, crea ese contraste entre quietud y
movilidad en el espacio es cosa propia que no sé si Delibes pensó.
Es una obra temporalmente lineal y prácticamente sin cambios en la
psicología del protagonista. Podemos decir que los momentos de
búsqueda de un estilo más cuidado en la descripción y en la
reflexión adornan la prosa y la hacen agradable. A quien le guste
personajes tristes, al estilo de Antonio Azorín, puede disfrutar de
esta. Y si has empezado por esta, Antonio Azorín será quizás tu
segundo paso. Por cierto, es mejor personaje, más complejo y
profundo. Pero no vamos a seguir con la comparación, que ahora no
toca.
Fuente: http://www.cervantesvirtual.com/portales/miguel_delibes/ |
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