lunes, 25 de mayo de 2020

La sombra del ciprés es alargada, de Miguel Delibes


     Me enfrento a este libro con algunos prejuicios: tengo entendido que tiene algo de tremendismo, aunque cuando he visto esa referencia (creo recordar que en los apuntes de las oposiciones) siempre se ha dicho con algún esfuerzo que revelaba que quien eso decía lo hacía más bien por inercia, no por convencimiento. A veces me pregunto si los comentaristas leen críticamente los libros que han de comentar.
Otro prejuicio es el breve contacto que tuve con Delibes hace dos o tres años al leer Cinco horas con Mario. Asimismo, y ligado a esto, el conocimiento que tenía de Delibes a través de ese libro se presentaba unido al que había adquirido teóricamente, sobre su importancia como renovador de la prosa en los años 60 junto con Luis Martín Santos y algunos otros. En definitiva, para enfrentarme a una obra de 1947, eso no era nada relevante.
     Partamos, para el comentario crítico, de cero. De la ignorancia sobre el material al que me enfrento, armado únicamente con las armas no muy bien forjadas de la teoría de la literatura que creo poseer.
     Como estos comentarios de la literatura de posguerra pretenden ser una ayuda a mis alumnos, lo voy a hacer como les pido que lo hagan ellos. Por tanto, en primer lugar, hay que atender a la forma. Delibes en esta obra realiza una prosa que a veces parece querer ser preciosista y a la vez parece que quiere ser castiza. No queda claro. Hay párrafos que busca mostrarnos la belleza de un pensamiento o de un paisaje a través de la misma prosa, pero luego hace una comparación fallida y se estropea todo. Quizás, más que en el tema o en el argumento, sea este el motivo que le alejó en el futuro a Delibes de su primera y exitosa obra. No es una obra que sea difícil, ni una obra de prosa compleja como digo. Es cierto que a lo largo de la obra hay algunas palabras que para un lector medio creo que sería necesario el diccionario. Creo, incluso, que llega a crear algunas palabras que suenan realmente mal. Pero no las busqué y no pude comprobar tal hecho. Además, en la edición que tengo me atrevo a decir que hay 4 o 5 erratas producto de la edición, no del autor. Dicho esto, la forma no tiene mucho más que criticar, al menos, no entiendo que para un comentario superficial como el mío haya algo que decir. Señalados quedan los aspectos que podría estudiarse más a fondo si algún día me interesara hacerlo.
     En realidad sí hay algo que me llama la atención. Podríamos hablar del cambio de escenarios que se nos muestra en la segunda parte. Si en la primera es la ciudad de Ávila, desde dentro y desde fuera la que se muestra, en la segunda hay un vagar que puede buscar un cambio de ritmo, animar al lector, dar la oportunidad al protagonista de enfrentarse a la vida o puede querer expresar algo más. O quizás no, puede que solo sea un cambio de escenario exigido por la historia. Santander, Bilbao, Providencia. El tren, el barco. Frente a la quietud de la ciudad y la infancia, tenemos la movilidad de la adultez y la labor. Puede, sigo reflexionando en el teclado, que sólo sirva para crear un contraste estético sin más intención que la de no aburrirnos a los lectores con las mismas plazas y calles de la infancia de Pedro. Aunque pensándolo bien, no es algo que podamos afirmar. En todos tenemos a Vetusta en la cabeza. Unas calles y unas plazas no tienen por qué aburrir. Puede servirnos este contraste para mostrar, sin embargo, que no importa qué haya fuera de nosotros si lo que está dentro está bien fijado. No importa el contexto, por muy variable que pueda ser, si nuestra alma está ya dibujada en sus contornos más precisos. Puede que esta sea la lectura con la que me quede.
     Si nos vamos a la materia tratada, encontramos a un protagonista niño. De él será la novela. Pero hay un personaje detrás cuya sombra no deja de estar presente, igual que la del ciprés. La del señor Mateo Lesmes. Digamos que al menos en la primera parte es el otro protagonista, no tanto por su acción, como por su influencia en la psicología del protagonista verdadero. En la segunda parte, si alguien le influye psicológicamente no es, como se podría pensar, Jane, la mujer con la que se casa y con la que su vida da un vuelco, sino doña Sole, una anciana que aparece solo para este menester. Sin embargo, don Mateo no deja de estar presente, ya in praesentia, ya in phantasma. El resto de personajes solo son pretextos para la reflexión de Pedro.
     Esta es la materia de la obra, el pesimismo de Pedro objetivado en sus reflexiones. El pesimismo de Pedro le entra a Pedro teóricamente en una conversación con don Mateo, su instructor, que se formaliza con la muerte de su amigo Alfredo. Este hecho triste y todo lo que le rodea es, para mi gusto, el de más calidad literaria. Personalmente, las descripciones de estos momentos y las reflexiones en torno a ellos me conmovieron verdaderamente. Una vez que se instala en Pedro esta percepción negra de la vida, inmóvil y abúlica, por influencia de don Mateo y de la experiencia traumática de la pérdida de Alfredo, no le abandona y la novela es un despliegue de reflexiones y descripciones pesimistas. Una característica de estas reflexiones son el gran simbolismo que llega a establecerse en la obra. Las referencias simbolistas están ahí, no son referencias aleatorias o débiles. Hay que reconocer que cuando nos encontrábamos con ellas, las veíamos coherentes e incluso evocadoras. Reflejaban bien el pesimismo y la tristeza de Pedro. No negamos que algunas puedan habernos resultado fastidiosas, pero esas están ya en el olvido.
     Así transcurre Pedro su vida, entre la tristeza y la melancolía, el pesimismo vital que le hace ver toda la realidad de gris. Hay algunos episodios que podían haber acercado la historia hacia el tremendismo, como el encuentro con Martina en Bilbao. Pero el pudor del autor tuvo que haberle hecho retirarse de lid tan impúdica. Una pena. Sólo hay un hecho que provoca el cambio vital que le da ritmo a la novela en su segunda parte. Ritmo o, al menos, perspectivas de variación: la conversación con doña Sole. Pero dicho cambio en Pedro, que podía haber acabado bien, se trunca por circunstancias vitales y tristes cuando aún estaba en proceso de maduración. Digamos que la novela no tiene más.
     Hay quien le echa la culpa a don Mateo de la vida de Pedro. Como si la impresión causada en una conversación en la adolescencia le hubiese repercutido tanto como para ver su vida avocada al fracaso de la alegría. Quizás la muerte de Alfredo sea más importante. No sabemos si Delibes quiso darnos esa enseñanza. En la ficción sí parece que fue así, pero porque lo dice Pedro en alguna ocasión, al menos lo insinúa. Pero no porque los críticos así lo interpreten. Es absurdo sacar como conclusión lo que dice el protagonista abiertamente.
     No creemos que esta obra tenga más lectura que la que se alcanza en un primer momento. Si bien es cierto que la interpretación de por qué Delibes, en cuanto a la forma, crea ese contraste entre quietud y movilidad en el espacio es cosa propia que no sé si Delibes pensó. Es una obra temporalmente lineal y prácticamente sin cambios en la psicología del protagonista. Podemos decir que los momentos de búsqueda de un estilo más cuidado en la descripción y en la reflexión adornan la prosa y la hacen agradable. A quien le guste personajes tristes, al estilo de Antonio Azorín, puede disfrutar de esta. Y si has empezado por esta, Antonio Azorín será quizás tu segundo paso. Por cierto, es mejor personaje, más complejo y profundo. Pero no vamos a seguir con la comparación, que ahora no toca.
Fuente: http://www.cervantesvirtual.com/portales/miguel_delibes/

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Comenta aquí, si no te sientes mal

No te pierdas...

1984, de George Orwell. II La Policía del Pensamiento.

      "Si tanto el pasado como el mundo externo existen solo en la mente y esta es controlable... ¿qué nos queda?" 1984 , Ge...

Las más vistas

Estrella Polar.

Estrella Polar.
Podéis pedirme vuestro ejemplar