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El último maldito: Pepe Cala
Javier Sánchez Menéndez dedicó hace unos días una líneas a uno de los pocos bohemios de la literatura que van quedando. Espoleado por su anotación, dejo aquí un artículo inédito que escribí hace más de una década sobre el impar personaje. Algo he tratado a Pepe, y aparte de lo que digo en el artículo es mucho lo que callo sobre él, por respeto. Otras páginas dedicadas a él aparecen en el libro de Alfredo Valenzuela Leones y camaleones y en el primer volumen de las memorias de Javier Salvago.
Dentro de las actividades programadas por la Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía en el marco de la próxima Feria del Libro de Sevilla , tendrá lugar el ciclo ‘Bohemia y Literatura. Centenario de la muerte de Alejandro Sawa’, cuya coordinación correrá a cargo del propio Valenzuela. Además de la figura de Sawa, este ciclo se ocupará de otros insignes “bohemios” como Rafael Lasso de la Vega y Rafael Cansinos Assens. Cala es un superviviente de aquellos modos. Aquí el anunciado artículo inédito:
EL ÚLTIMO MALDITO: PEPE CALA
Juan Manuel de Prada, que tantas páginas memorables ha ido dejando sobre autores “desgarrados y excéntricos”, como él los llama, debería ocuparse de este último especimen contemporáneo de aquella caterva literaria, tan lucida. Así, a las estampas de Pedro Luis de Gálvez o Buscarini, u otros no sólo fijados en su novela Las máscaras del héroe, sino también en las puntuales (ay, hasta que cesaron) entregas en la revista Clarín, luego recogidas en libro, debería sumar la de este extraño vate y peculiar pellejo.
José Cala Fontquernie es el nombre completo del poeta más pertinazmente inédito del parnaso sevillano. Ha de tener una edad que ya supera con creces la cincuentena, pero él, tan frágil y de cristal, con sus ojos vivísimos tras de sus gafas, tan frecuentador de actos literarios en los que se codea con despistados escritores en ciernes, parece más joven sin duda. El rasgo más sobresaliente de su cabeza era la raya que, en medio, peinaba esa planchada cabellera que se iba haciendo rala. Ahora su cabello va cortado al cepillo, y una barba hirsuta le da algún espesor al flaco rostro.
Id a cualquier convocatoria poética y allí estará Pepe Cala, siempre con su máquina de fotografiar con la que inmortaliza las lecturas, las poses y comparecencias públicas de los otros, ya que no las suyas. Dije que los resultados de su trato con la musa permanecen sin publicar, y los organizadores de una u otra velada, jornadas, lecturas, se han acostumbrado tanto a su figura omnipresente que no se detienen a cruzar con él más que las palabras estrictamente necesarias, saludos que saben se repetirán en el próximo acto al que Pepe Cala, sin duda, asistirá también. ¿Ignoran que escribe, o prefieren ignorarlo para que no les recite sus versos?
El álbum fotográfico de Cala debe de contar con centenares —¿millares?— de retratos de poetas célebres y oscuros, de imágenes de todos los salones de Sevilla susceptibles de ser utilizados para una lectura, de momentos que ya los protagonistas han olvidado. Tal archivo documental bien valdría no sólo para una historia de la poesía sevillana en el último cuarto, o más, del siglo XX. También sería de provecho para el más amplio horizonte de la lírica nacional, pues es un hecho objetivo —el de su omnipresente cámara— que no hay bardo o vate, poeta o poetastro, que habiendo bajado al Sur y la capital del Betis no haya sido inmortalizado por Pepe Cala.
Pero esta vasta obra gráfica suya no nos debería hacer olvidar su poesía, de la que se tienen noticias pero no ejemplos. ¿Quién ha leído los versos de este hombre? Muy pocos, sin duda; y quienes lo han hecho no creo que tengan inconveniente en reconocer que los pocos frutos conocidos del poeta son, en caprichosa mezcolanza, buenos y malos. Éstos no deberían hacer sombra a aquéllos, y me atrevo a pronosticar que una antología exigente de los versos de Cala redundaría en un hermoso libro, perfectamente publicable. Lo que al protagonista de esta estampa le pierde no es lo que de más ganga pueda haber en su poesía, sino más bien él mismo, el personaje: un tipo torvo y gris, y como tantos muy dignos poetas, con menos magnetismo personal que una brújula descacharrada.
Cala está poblado de fantasmas y tribus enteras de contradicciones que campan a sus anchas por su menudo cuerpo. Franquista y creyente en el tarot, escurialense y pitonísico, mantiene con Sevilla la misma relación de amor y odio que Cernuda, y su Arcadia es un Jerez de la Frontera que ha encarnado como nadie Francisco Bejarano. Cenceño como pocos, inteligente, afilado, la suya es una estampa digna de la bohemia de principios de siglo. No podría uno ridiculizarlo aunque quisiera. Cierta imagen romántica quiere que un poeta sea más el personaje que su obra. Esto es lo que ha mitificado a muchos. Si un poeta es alguien que no vive en paz consigo mismo, Cala lo es, y de los grandes.
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