viernes, 8 de noviembre de 2013

La arquitectura machista. Analogía.

Ya escribí aquí sobre el machismo en la lengua. Ahora quiero hacer una analogía para hablar del modo de razonar de los que achacan a algo sin voluntad, a un arma, el cariz de machista.

Imaginemos una torre, elevada, fuerte, a veces puede dar hasta miedo, cilíndrica, solitaria. Un símbolo de la virilidad, un símbolo fálico de la campiña del país en el que se encuentra, construida de antiguo, con alguna teja caída, con algún sillar a punto de caer.

A alguien,
a un señor que quiere la igualdad sincera entre hombres y mujeres, se le ocurre que ese símbolo es machista, atenta contra la dignidad de la mujer y ha de ser derribado. Es más, no sólo que ha de ser derribado, sino que no se ha de permitir la construcción de estructuras de este cariz, que tanto avergüenzan a las mujeres.

Son muchos los colectivos que admiran la propuesta de este señor. Especialmente algún partido de izquierdas, que no tarda en incluirla en su programa electoral y muchas asociaciones feministas, que le hacen propaganda gratuita y alegre, llegando a publicar pequeños panfletos en los que se denuncia despropósitos construidos contra la mujer.

Con el tiempo, tras muchos años de educación cívica en las escuelas, esos niños, que habían sido ¡por fin! educados, crecieron y tuvieron edad de votar. Era un período en el que, para no parecer lo que en realidad se era, hasta los partidos más conservadores habían optado por añadir a su programa medidas con respecto a las construcciones de índole falocrática, eso sí, de modo más timorato.

Estos adultos, antes niños, educados y sabios, pudieron votar al partido que mejor se les presentaba en vallas publicitarias y en los canales de televisión. Nadie ponía en duda que esas construcciones, aún en el centro de mira, debían ser destruidas, de tal modo que por fin se pudo llevar a cabo, tras unas elecciones democráticas en las que ganó un partido de izquierdas, derribar la torre que solitaria, en un lugar donde ya no habitaban ni los labriegos que antaño sudaban, espina doblada, sobre las tierras que eran sombreadas por la torre, marcando las horas de almorzar y ángelus. Y otras sufrieron el mismo percance.

La torre fue derribada sin oposición (bueno, podríamos mencionar un grupo de retrógrados que decían que esa torre era patrimonio de todos, construcción que había que cuidar como obra arquitectónica singular).

fuente
Aquella generación valiente, autocomplacida, autosuficiente, pasó, y la de sus hijos...creo que también, que ya el último de los hijos del más joven de los votantes de aquella ocasión ya no hollaba la tierra con la suela de sus mocasines, cuando algo sacudió la tierra y un pueblo venido de nadie sabía donde decidió que aquella tierra les iba a pertenecer. El pueblo autosuficiente mandó emisarios para evitar conflictos desagradables, casi animales, pero fueron desestimados por los nuevos visitantes. Por su parte, los nuevos se reafirmaron, se sabían salvos, pues no creían que el pueblo atacado les fueran a hacer daño de alguna manera.

El pueblo atacado se indignó y como cada vez el conflicto era menos evitable se decidió mirar en las crónicas. En la biblioteca sólo había libros sobre pedagogía de la igualdad, psicología evolutiva de género y cuatro o cinco manuales sobre como no caer en depresión causada por el mal comportamiento de los adolescentes en el hogar y en el aula. El bibliotecario se acordó de que tras una puerta se escondía bajo polvo y mantas una serie de libros de un par de generaciones antes.

Entre los libros había uno que llamó la atención a un curioso: El arte de la guerra. Una señorita muy progresista se tiraba de los pelos considerando la maldad del hombre que pudo escribir semejante aberración. Pensaba que sería de la generación de su abuelo, muy belicosa y atrasada. Sin embargo, una curiosa lo cogió y cuando nadie lo veía se lo escondió para verlo con más tranquilidad.

Le interesó tanto que quiso más y de vez en cuando iba por la biblioteca y con la venia del bibliotecario, hombre tolerante y sabio, ojeaba los libros escondidos. En uno de ellos comprobó cómo hubo un tiempo en ese mundo en el que los hombres creaban grandes construcciones para poder defenderse de ataques extranjeros. La chica se sorprendió, no entendía cómo podría ser útil un símbolo tan denigrante para la mujer, algo que ya no se permitía.

Al salir a la calle de camino a su casa empezó a llover. Miró para arriba con un gesto un poco torcido y una gota le calló en el ojo, justo en el momento en el que se le iluminó la mente.

Al día siguiente, bajo un sol de esos que dicen de justicia, la chica curiosa, con cara algo triste, fue al solar abandonado intentando no acercarse al lugar donde los nuevos estaban establecidos. Allí vio un montón de piedras amontonadas, todas iguales, todas un poco diferentes. Se acercó a ellas y con cierta dificultad escaló hasta la cúspide del montón, del descanso de la antigua torre, y allí arriba el aire le azotaba el cabello y, viendo a lo lejos a aquellos que querían apoderarse de su país y ya habían provocado alguna muerte fea, una lágrima le caía por los ojos con un brillo de inteligencia en sus pupilas y en la mano un libro de un tiempo que no sabía cuál era, con un dedo marcando la página 22, en la que ponía:
"Eventually we resolved Inge's aesthetic crisis by taking her Semtex to a number of  
carefully chosen urinals. They were all concrete Nissan huts, absolutely ugly and clearly  
functionaries of peni. She said I wasn't fit to be an assistant in the fight towards a new matriarchy"
"This urinal is a symbol of patriarchy and must be destroyed"

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