Como se hace notar en este blog de vez en cuando, soy aficionado a la literatura, y a la literatura fantástica en partícular, pero no sólo, y junto con Cervantes o Tolstoy, Tolkien me parece uno de los mejores escritores Eurorrusos que ha habido. De nuevo, voy a traeros a Tolkien al blog, pero esta vez copiando un artículo de un blog muy bueno sobre literatura que lo recomiendo passim: https://rescepto.wordpress.com/2011/04/01/entre-el-elegido-y-el-emperador-de-todas-las-cosas-el-camino-de-un-hobbit/#comment-6532
Entre el Elegido y el Emperador de Todas las Cosas: el camino de un hobbit
Un personajillo, encadenado a una vida insulsa y sin futuro, recibe un día la visita de Morfeo, que le revela su glorioso pasado y le hace entrega de un sable láser que perteneció a sus ancestros y le confiesa que se está preparando un Apocalipsis del copón que arrasará el Landsraad y que sólo él será capaz de detener en virtud de algún arcaico oráculo inscrito en arameo clásico en la mazmorra más profunda de un castillo inexpugnable, sito en la cima de una montaña inaccesible, donde otrora estuvo preso el compañero de celda de su padre, quien, para eterna gratitud de los pueblos libres del mundo, profetizaba en sueños. El personajillo, que ya no es tan insignificante como parecía, inicia un viaje en compañía de su fiel —y un tanto cómico— escudero, reuniendo en derredor suyo a un variopinto grupo de outsiders que en el fondo son pura nobleza. En el transcurso del viaje, Obi-Wan la palma, pero por fortuna allí está la Dama del Lago para darle a nuestro héroe el empujoncito que necesita para salir del atolladero donde se ha metido sin bebérselo ni comérselo… y alguna espada mágica si se tercia. Menos mal que las experiencias le llevan a aprender kung-fu y a alcanzar un nivel diez en origami maorí, lo cual le permite salvar milagrosamente todas las trampas hasta que consigue llegar ante el Señor Oscuro de turno y enfrentarse a él en pie de igualdad. Bueno, en realidad al principio recibe una somanta palos, pero el regreso sorpresivo de Han Solo distrae al malote lo suficiente como para que nuestro héroe se la clave hasta el fondo y libere Ansalon de las garras del mal, tras lo cual puede disfrutar de la buena vida, enrollándose con la princesa correspondiente, reclamando el castillo familiar o, en resumidas cuentas, dándose un merecido homenaje por ser la puta caña.
Seguro que esta breve sinopsis argumental os ha sonado de algo. En realidad, con pequeñas variaciones, es el esquema según el cual vienen produciéndose unas pocas grandes obras literarias y ondomiríadas de basura desde los tiempos de Homero. Eso sí, en fantasía es muchísimo más reconocible, porque a un tal Tolkien se le ocurrió tomar este arquetipo, allá por los años cuarenta, para dar forma a su obra magna. Si es que hay pocas cosas más épicas que la eterna lucha entre un bien menesteroso y un mal omnipotente. En realidad, ni siquiera el resumen es estrictamente mío, sino que lo he adaptado de uno similar expuesto por Norman Spinrad en su ensayo «El emperador de todas las cosas» (que podéis leer en la edición de «El sueño de hierro» por Grupo Editorial AJEC, una lectura muy recomendable en cualquier caso). Dicho ensayo versa sobre la calidad moral de los habituales héroes de este tipo de historias, que suelen caer con muchísima facilidad en la trampa de convertirse en el reverso del enemigo al que se enfrentan, o lo que es lo mismo, otra cara de la misma moneda. Tolkien era muy consciente de este peligro, y buena parte de la trama de su novela gira en torno al poder corruptor del Anillo y su capacidad para trasformar cualquier bien en mal. En «El señor de los anillos», esta corrupción del poder posee una fuente concreta, que es la malevolencia que Sauron volcó en su creación, pero la decisión de rendirse a ella supone un acto de voluntad (o de carencia de la misma) por parte de los distintos personajes. Para ejemplificar esta cuestión, bastará con citar un pequeño fragmento de «El espejo de Galadriel»:
Y ahora por fin llega. ¡Me darás libremente el Anillo! En el sitio del Señor Oscuro instalarás una reina. ¡Y no seré oscura sino hermosa y terrible como la Mañana y la Noche! ¡Hermosa como el Mar y el Sol y la Nieve en la Montaña! ¡Terrible como la Tempestad y el Relámpago! Más fuerte que los cimientos de la tierra. ¡Todos me amarán, y desesperarán!
Galadriel resiste a la tentación de convertirse en Emperatriz de Todas las Cosas (así como Gandalf, que no desea ni tocarlo), y el Portador acaba siendo un hobbit, alguien carente por completo de ambición personal; el único capaz de no recurrir jamás al poder encerrado en la sortija dorada, ni siquiera con el vago propósito de hacer el bien.
En este aspecto, «El señor de los anillos» se desmarca del patrón previamente enunciado. Frodo salva la Tierra Media, pero no para sí. Desde el momento en que es destruido el Anillo Único pasa a un segundo plano, hasta que por fin lo abandona todo, partiendo junto con el resto de portadores de anillos de poder desde los Puertos Grises y dejando el futuro de su querida Comarca en otras manos. Desde luego, no es un final tan inspirador como el del héroe que regresa para disfrutar de su premio y ocupar puestos de responsabilidad, contando con la admiración y sumisión de aquellos que previamente lo habían ignorado o incluso vilipendiado.
Es por ello un final a la epopeya de mucha mayor altura moral; uno que Peter Jackson tuvo buen cuidado en mantener en la adaptación cinematográfica, aun a costa de alargar el metraje. La partida de Frodo hacia las Tierras Imperecederas supone la culminación de su labor como Portador del Anillo, el rechazo definitivo no sólo al poder intrínseco de la joya, sino incluso a la gloria que hubiera podido depararle su destrucción. Si se hubiera quedado en Minas Tirith, por ejemplo, hubiera renunciado a su hogar, pero hubiera vivido rodeado del lujo y el agradecimiento de todo Gondor. No, él anhelaba la tranquilidad de su pequeño agujero hobbit, y no es difícil hacernos una idea de su amargura cuando incluso esta pequeña satisfacción le es negada. Sin embargo, no lamenta ni por un momento sus decisiones. Había que destruir al Señor Oscuro, no existía otro camino. Como el propio Frodo le dice a Sam: «Intente salvar la Comarca, y la he salvado; pero no para mí».
No es ésta, sin embargo, la única característica que diferencia a «El Señor de los Anillos» de sus precedentes y de las legiones de imitadores que han surgido tras su publicación, y es aquí donde me detendré un poco más, para separar a Frodo del arquetipo con el que a menudo se le confunde: el Elegido.
No es ésta, sin embargo, la única característica que diferencia a «El Señor de los Anillos» de sus precedentes y de las legiones de imitadores que han surgido tras su publicación, y es aquí donde me detendré un poco más, para separar a Frodo del arquetipo con el que a menudo se le confunde: el Elegido.
Hace unos años tuvimos ocasión de contemplar al Elegido en todo su esplendor, escondido tras los rasgos imperturbables de Keanu Reeves en la trilogía de Matrix, pero no es ni mucho menos un caso único. ¿Por qué puede volar Neo? Porque es el Elegido. ¿Por qué derrota una y otra vez Harry Potter a Lord Voldemort? Porque es el Elegido. ¿Por qué Paul Atreides conquista Arrakis? Porque es el Elegido. En fin, os hacéis una idea.
¿Por qué triunfa Frodo Bolsón? ¿Es otro más en la larga lista de Elegidos? A primera vista podría decirse que sí. Cumple todos los prerrequisitos al menos. Es un muchacho simple cuya aparente insignificancia esconde algo que lo hace único y lo marca para un gran destino. En su caso en concreto, podríamos hablar tanto del linaje (sobrino de Bilbo) como del objeto mágico dejado en herencia, cuestiones ambas que señalan a una buena cantidad de Elegidos. Como casi todos, él también tiene su sabio mentor en la figura de Gandalf, y se ve abocado a una aventura que supone una ruptura traumática con su pasado y lo lanza hacia la conquista de gloriosas metas.
Su insigne camino hacia la victoria, la fama, las mujeres (medianas) y la alcaldía de Hobbitton, sin embargo, se ve truncado en Rivendel, donde le quitan el Anillo y le dicen algo así como «gracias y hasta la vista». Aquí es donde Frodo deja de ser el Elegido. De hecho, si hay algún Elegido, éste debería ser Boromir, que ha acudido hasta la casa de Elrond siguiendo un sueño (aunque el oráculo parece referirse más bien a Faramir, que es el primero en recibirlo… si es que Boromir llega a soñarlo también y no se trata de mera autosugestión). O quizás tendría que haber sido Aragorn, descendiente de los antiguos reyes y portador de Anduril, la espada que una vez seccionó el dedo anular del Señor Oscuro. Dos aspirantes para un puesto, y como premio el Anillo Único, capaz de invertir las corrientes de la guerra y cubrir a su portador de honor y gloria. Sin embargo, vuelve a ser Frodo quien da un paso al frente para llevar al Único hasta las Grietas del Destino y destruirlo: «Yo llevaré el Anillo —dijo—, aunque no sé cómo».
En este caso no se trata de una decisión alocada, ni de las circunstancias que se han coaligado para no dejarle otra opción que asumir su destino. Frodo tiene una idea bastante exacta de lo que le espera; el Concilio ha dejado las cosas bien claras. Es, por tanto, una decisión tomada a conciencia, habiendo sopesado todas las implicaciones y sabiendo que el resultado más probable es la muerte. Además, dado que es un hobbit, lo último que se le pasa por la cabeza es que si logra cumplir la misión será la leche y tendrá la vida solucionada. Alguien tiene que hacerlo; y él es el menos malo.
En el Concilio de Elrond, Frodo Bolsón pasa de ser el Elegido a convertirse en el Elector. A partir de ese momento y hasta Amon Hen va tomando en sus manos las riendas de su destino, en vez de dejar que otros (o las circunstancias) lo conduzcan. En un ejercicio consciente de la voluntad, decide abandonar la Compañía del Anillo, acepta a Sam, perdona la vida de Gollum y alcanza por último las Grietas del Destino, donde por fin sucumbe al poder corruptor del Anillo Único y decide transformarse en Emperador de Todas las Cosas.
Esta circunstancia, en vez de menoscabar su triunfo, lo engrandece. Frodo no está predestinado a destruir el Anillo y acabar con Sauron. No hay ningún poder misterioso que lo sostenga en sus momentos de debilidad, ni ninguna profecía que diga que se las va a pasar canutas pero que al final va a triunfar; no es, en definitiva, el Elegido. Sin embargo, sus decisiones han propiciado que en aquel momento de fracaso Gollum ande por las inmediaciones para solucionar el día. No es un deus ex machina torpe. La existencia de Sméagol está inexorablemente unida al Único, y sólo gracias a la compasión de Frodo es posible que aparezca justo allí y justo entonces, consiguiendo por accidente sobreponerse al poder corruptor de Sauron, algo que está fuera de las capacidades de cualquier ser, incluso de un hobbit.
¿Qué hubiera ocurrido si Frodo hubiera sido el Elegido? Lo más probable es que todo hubiera acabado mal, porque la predestinación es el camino que conduce a Emperador de Todas las Cosas. No hubiera sido posible escribir «El señor de los anillos», desde su postura de rechazo al poder como corruptor supremo, haciendo que su protagonista hubiera sido señalado por los Valar para cumplir la misión de acabar con Sauron. Era imprescindible que Frodo escogiera libremente convertirse en el vehículo a través del cual se salvaría la Tierra Media, y que éste fuera el fin, no un medio para alcanzar nada más, ni siquiera la tranquilidad de la que gozaba con anterioridad. Sólo así, siguiendo este estrecho desfiladero entre las paredes del Elegido y del Emperador de Todas las Cosas, podía alcanzar un triunfo moral a la altura de la carga épica de la novela de JRR Tolkien.
(Artículo publicado originalmente en la revista Estel 56, otoño 2007